Entré a una iglesia

Hace días que no entraba a una iglesia. El jueves 30 de noviembre lo hice. Estaba cansado, pensando en tantas deudas que quién sabe cuando logre pagar y bueno, una de sus puertas laterales estaba abierta, así que pensé ¿por qué no?, y entré. Las iglesias solas, y las de algunos barrios siempre lo están, tienen su encanto, hay menos defectos reunidos en ellas, el silencio es cortante, imponente, casi todo es para uno solo. Quienes me conocen bien se extrañarán de saber que entré a una iglesia. Últimamente las frecuento poco.

En la viña del señor hay muchos tipos de creyentes y de no creyentes. Católicos, Musulmanes, Agnósticos, Cristianos, Testigos de Jehová, Ateos, Protestantes, Luteranos (desciendo de los luteranos por el lado paterno, aunque nací inmerso -¿o ahogado?- en la cultura católica; pertenezco a la décima generación descendiente en línea directa de Don Guillermo Faxe, Obispo de Lund), y hasta Cienciólogos, entre otras tantas variaciones, unas más nuevas, otras no tanto. Estamos en que soy católico por cultura y por eso mismo bautizado, con la primera comunión, y algunas más, y confirmado “como Dios manda”, y hasta ahí pare de contar, ¡nada más, no señor!

Bien, yo a veces creo y otras no creo, y supongo que esto le sucede a muchos; es que a uno le inoculan a un Dios de tal forma que tomar distancia se hace casi imposible. Sin embargo, y a esto viene mi relato, uno sí toma distancia cuando ve cosas como esta: Entré a la iglesia, muy bonita, es la del antiguo Colegio Berchmans en el barrio Centenario de Cali. Me senté. El sacerdote, un anciano de cabello blanco oficiaba la ceremonia, iría justo en lo que creo era la mitad de su sermón, escuchaba sus palabras pero no las oía, su voz era gangosa por efecto de la edad lo que se incrementaba por la resonancia de la bóveda que formaba la edificación, así que no hice el esfuerzo inútil de escucharlo, decidí hablar con Dios, mejor dicho pensar en él o en mis preocupaciones dirigirlas a él (!); había tres señoras en la primera banca, muy atentas vestidas de blanco impecable; un mendigo barbado a un costado de la nave derecha muy cerca de las señoras, pero una o dos filas tras ellas, un señor, el sacristán, y yo, en la mitad de la nave central guardando una distancia prudente de la escena. Éramos ocho, sin contar claro a los ángeles, los santos y a Dios.

Llegó el momento de la comunión, el padre fue por el Cuerpo de Cristo, las señoras compitieron por el primer lugar de la fila, pero ganó el sacristán que comulgó en el altar de primerito, tenía vara con el padre el muy ventajoso. No recuerdo si el otro señor comulgó o su culpa no lo dejó. Y ahí, sin hacer propiamente fila (era bobada hacerla por la poca comunidad que había) se ubicó el mendigo barbado con una bolsa en la mano, en una actitud más humilde de la que habría tenido el mismísimo Jesús, miraba al padre y las miraba a ellas, una y otra vez con la misma ansiedad de un niño cuando espera porque llegue el momento para abrir los regalos de navidad. El padre ni ellas lo miraban a él. Llegó el anciano, el mendigo se adelantó un paso para recibir la comunión y el padre levantó su brazo implacable con un gesto que traducía “detente ahí” (¡ja!)... dio la comunión a la primera, a la segunda y a la tercera.

Bueno, le toca al mendigo, pensé. Me alegré porque supuse que era su comida, no espiritual, y me imaginé lo siguiente a manera de oración (¡Ay mi ingenuidad!):

“Señor, multiplícale esa hostia como alguna vez en algún lugar multiplicaste los panes y los pescados”. Pero el padre se dio media vuelta, se fue al micrófono de su altar... y bueno, me dio rabia y ya tampoco escuché lo que le dijo al mendigo, pero en todo caso no le dio su comida esa noche a ese hombre hambriento. No sé si el mendigo quería comulgar o no, yo creo que quería comer, y creo que el padre no debió haberle negado su última cena, tal vez la única de ese día, ni la comunión, que a lo mejor el hombre era creyente.

Si la iglesia profesa la fe, como una verdad, y a Dios y a Cristo como certezas irrefutables ¿con qué autoridad, ellos como hombres, como simples mortales, le niegan el Cuerpo de Cristo a un ser humano?

Pensé de nuevo “vente conmigo hombre, que aquí no está Dios, ven te doy tu pan de vida en la tienda de la esquina”, pero yo no soy mejor que ese padre prepotente, ni que esas señoras de lino blanco, así que me salí hastiado de esa iglesia, sin decir nada, sin sentir culpa, y sigo empalagado, así que supongo que me está indigestando la culpa. Lo dicho, lo tenemos inoculado a Dios, la culpa siempre nos sigue, qué ‘mamera’.

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